sábado, 2 de septiembre de 2017

Del gen egoísta hasta la inmortalidad sin genes

El gen egoísta
Richard Dawkins en su libro de divulgación “El gen egoísta” (The Selfish Gene), publicado en 1976,  establece que el gen es la unidad evolutiva fundamental. Los organismos son, pues, meras máquinas de supervivencia para los genes. En tal sentido los seres humanos son utilizados por los genes para perpetuarse en el tiempo y el hombre deja su lugar central para convertirse en un soporte descartable de la herencia genética. ¿Puede la arrogancia humana permanecer indiferente ante tal perspectiva?

La ingeniería genética
La respuesta se comienza a vislumbrar a partir de 1973 con las primeras experiencias de ADN recombinante, el nacimiento de la ingeniería genética y las técnicas biotecnológicas en general. El hombre ahora puede tomar el control de la situación cambiando el destino de la perpetuación de ciertos genes e intentar prevalecer de algún modo. Aparece la posibilidad de “silenciar genes problemáticos” para que no se expresen, de realizar transgénesis y seleccionar embriones (previo diagnóstico preimplantatorio) en la fertilización asistida, para cortar líneas genéticas conducentes a graves enfermedades hereditarias. Del vertiginoso desarrollo biotenológico surge  un constante incremento en el promedio de vida con la probabilidad consecuente para el individuo de aumentar sus mutaciones puntuales y de sufrir modificaciones epigenéticas (modificaciones heredables en la expresión de genes que no se encuentra en la secuencia del ADN). Un campo de batalla, donde la inteligencia del hombre concebida para sobrevivir lo suficiente de modo de perpetuar a los genes se tradujo en armas científicas-tecnológicas para intentar dominarlos. El hombre para vivir cada vez más en su viaje a la inmortalidad comprendió que debía indefectiblemente regular-dominar a los genes y su expresión. El resultado final, entre contendientes que se necesitan mutuamente, luego de un largo camino, parecería conducir a un solo ganador: el gen egoísta inmortal o el hombre inmortal.


Inmortalidad sin genes
Un robot puede vivir en temperaturas extremas,  sin agua, sin oxígeno, ni alimentos. Solo con energía solar.  Las proyecciones actuales parecerían indicar que  el inmenso legado del conocimiento universal  tal vez pueda pasarse de un humano a un robot como hoy se pasa el software de una computadora a otra. Si admitimos que la mente es al cuerpo como el software lo es al hardware, la posibilidad de poder trasferir el software-mente  a un robot puede llegar a constituirse en  una realidad y en la gran revolución del siglo XXI. Recordemos la viabilidad de contar, a fines del año 2020, con  cerebros similares construidos sobre la base de los nanochips neurosinápticos y de los adelantos en nanotecnología capaces de producir una piel de grafeno, más sensible que la humana,  ojos-nanocámaras para ver más allá del espectro visible, etcétera.
Todos podríamos ser viajeros del universo y viajar por el espacio sin preocuparnos por la temperatura, la atmósfera, la falta de agua, la comida o el escaso tiempo cósmico de nuestras vidas.
En tal circunstancia, las preguntas: ¿mortales o inmortales?  y  ¿hombres y/o robots?, tendrían una sola respuesta: robots inmortales con nuestra mente. En el contexto citado el camino hacia la inmortalidad puede llegar a triunfar prescindiendo de los genes y la ingeniería genética. En definitiva, ¿qué es lo más trascendente del hombre?  Sus huesos, su carne, sus genes o, su mente, esa energía en codificación creciente, originada en el Big Bang.

Lectura complementaria:


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