La biotecnología y la nanotecnología, con su capacidad para transformar
la naturaleza, generan permanentemente controvertidos dilemas éticos. En tal
sentido se considera necesario realizar algunas reflexiones sobre la
inmutabilidad de la ética y sobre quién tiene la potestad para definir lo que
se puede y no se puede hacer. Las nuevas tecnologías están sometidas a una
ética preexistente pero a su vez pueden generarle importantes cambios.
En nuestra historia reciente tal vez la modificación más significativa
esté vinculada al primer trasplante cardíaco y al inicio de la era de los
trasplantes en general. Hace casi 52 años, un 3 de diciembre de 1967, en un
hospital de Ciudad del Cabo, el desconocido cardiocirujano Christian Barnard
asistido por un equipo de treinta ayudantes, sustituyó el corazón enfermo de
Louis Washkansky, de 55 años de edad, por el de una joven mujer muerta en un
accidente. La operación se realizó a corazón abierto y aunque el trasplante en
sí resultó un éxito, el paciente contrajo una neumonía y murió 18 días después.
En enero de 1968, Christian Barnard efectuó su segundo trasplante: el dentista
Philip Blaiberg recibió el corazón de Clive Haupt, mulato de 24 años que había
muerto de un derrame cerebral. El paciente sobrevivió 19 meses. El Dr. Barnard
abría un nuevo camino, la era de los trasplantes había nacido. La operación
provocó desde juicios hasta muchas discusiones bioéticas, no sólo acerca de los
límites de la vida y la muerte, también relacionadas con el hecho de implantar
corazones de mujeres a hombres, de mulatos a blancos, de jóvenes a viejos. El
hecho llegó hasta cambiar la definición de muerte reemplazando la cardiaca por
una nueva: la eléctrica del cerebro. En una publicación trascendental realizada
en 1968 en el Jornal Of the American Medical Association, referida al informe
“Ad Hoc Comité of the Harvard Medical School” se hace referencia a una nueva
definición de coma irreversible, la cual fue conocida como el “Criterio
Harvard”. Con ello se perseguía “...delinear el criterio de muerte cerebral
para el pronunciamiento de la muerte en pacientes que estaban mantenidos con
respiradores, así los órganos podían ser usados para…”.
La dificultad en los primeros trasplantes no era la técnica
quirúrgica, relativamente sencilla, sino evitar el rechazo del órgano extraño.
Esto sólo se logró de manera consistente a partir de 1972, con el
descubrimiento de la droga “ciclosporina”, capaz de evitar el rechazo sin
reducir a niveles peligrosos las defensas inmunológicas y posteriormente con la
ayuda de los anticuerpos monoclonales. En la actualidad la sobrevida un año
después de la operación llega al 96 por ciento de los pacientes y al 80 por
ciento luego de diez años.
Ante
los resultados, las críticas éticas realizadas por colocar un corazón humano de
un ser a otro, no sólo fueron disminuyendo con el tiempo, hoy la mayoría de los
países avalan los trasplantes con leyes y acciones que incitan a donar órganos,
y los medios de difusión no cesan de solicitar órganos para gente angustiada
con esperanza salvar a un ser querido. De negro a blanco ha sido la evolución
en casi 52 años de la ética relacionada con el trasplante de corazón en
particular y de los trasplantes en general originando un hito trascendente en
la ética imperante en los años 50: cambió la definición de muerte.
Estudios recientes demuestran la existencia de tres grandes
sectores con distinta percepción de los problemas éticos relacionados con las
nuevas tecnologías. Uno de ellos pro científico-tecnológico, el 25% del total
de los encuestados, piensa que las tecnologías ofrecen a la sociedad muchos
beneficios y pocos riesgos. Este grupo manifiesta confianza en la capacidad de
la ciencia y la tecnología para resolver todos problemas. El otro 25% se
muestra poco proclive a pensar que la ciencia-tecnología sea el camino hacia la
“verdad” y desconfían de la tecnología y quienes la dirigen. Este grupo anti
científico-tecnológico responde a una concepción religiosa y/o naturalista del
mundo. Ambos se neutralizan entre sí. Al sector restante (50%),
participativo-social–ciudadano lo denominaremos “grupo social”; es el
responsable en el tiempo histórico de aceptar los cambios éticos. Nunca tira
los dados ni da un “cheque en blanco”, toma decisiones luego de considerar en
forma individual cada avance que va surgiendo y puede modificar su opinión
según los pro y contra de los distintos logros.
En definitiva la ética no es inmutable en el tiempo, las nuevas
tecnologías desplazan sus límites con el consentimiento de un grupo social
mayoritario, no necesariamente especialista en cada tema, pero doctorado en
sentido común.
Las nuevas tecnologías y la ética social (Investigación y Ciencia).
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