Imaginemos, por un momento, un
silencio digital. No es el fin del mundo, pero se le parece. No hay WhatsApp,
no hay Google, no hay streaming ni transferencias bancarias. Las pantallas
siguen encendidas, pero no hay nada al otro lado. Internet, esa red invisible
que sostiene casi todo lo que hacemos, se ha detenido.
¿Cómo reaccionaríamos si, de
repente, nos quedáramos sin conexión global durante una semana?
La vida cotidiana está tejida con
hilos de datos. Internet no es solo un espacio de comunicación: es el sistema
nervioso de nuestra civilización. Coordina vuelos, hospitales, alimentos,
bancos, fábricas, escuelas, señales de tránsito y hasta la electricidad que
llega a nuestras casas. Por eso, si esa red se apaga, no hablamos de un simple
“inconveniente técnico”, sino de un colapso de sincronización global.
Primer día: el silencio digital sorprende.
La gente reinicia routers, mira el celular incrédula. Se piensa en una falla
temporal. Pero a medida que pasan las horas, la ansiedad se multiplica. Las
empresas no pueden comunicarse con sus proveedores, los bancos no acceden a sus
bases de datos y las transacciones electrónicas quedan suspendidas.
Segundo día: los medios tradicionales, radio
y televisión, recuperan protagonismo. Vuelven las colas en los cajeros, la
comunicación boca a boca, el teléfono fijo. Los satélites siguen orbitando,
pero no hay enlace con los servidores centrales. Los hospitales recurren a
métodos analógicos para registrar pacientes. En muchos lugares, los sistemas de
transporte automatizados se detienen.
Tercer día: las grandes ciudades comienzan a mostrar su
dependencia absoluta del flujo de información. La logística de alimentos y
combustible se ralentiza. Los sistemas de pago electrónico se paralizan. El dinero
en efectivo vuelve a ser un tesoro, y las redes sociales, esas que tanto ruido
generan, dejan un vacío extraño. Se siente el silencio de la opinión inmediata.
Cuarto y quinto día:
empieza la adaptación. Algunos descubren que pueden hablar cara a cara. Otros
aprovechan el tiempo sin notificaciones para leer, escribir o dormir mejor.
Pero también surgen tensiones. Gobiernos y empresas tratan de mantener el orden
mientras se buscan causas: ¿fue un ciberataque masivo? ¿un fallo técnico
global? ¿una desconexión deliberada?
Sexto y séptimo día: aparece
la nostalgia digital. Se valora lo que antes parecía trivial: un mensaje de
voz, una videollamada, una búsqueda en segundos. La humanidad redescubre su
vulnerabilidad tecnológica.
Lo interesante es que no hace falta
que ocurra un apagón real para comprender que nuestra
dependencia de Internet es tan profunda que hemos delegado buena parte de
nuestra memoria, nuestras relaciones y nuestra autonomía a la nube. El apagón digital, hipotético o
no, nos invita a pensar en lo que somos sin la red. ¿Cuánto de nuestra identidad se sostiene offline? ¿Cuánto control
tenemos realmente sobre la información que nos rodea?
Albert Camus, en La peste
(1947), cuenta cómo, ante la posibilidad inminente de morir en cuarentena por
la epidemia, todos en el pueblo comenzaron a hacer lo que siempre habían
querido y no se animaban. "Pobres -decía-, no se dan cuenta de que era antes, y
no ahora, cuando estaban apestados".
Era antes del apagón digital, y no ahora, cuando estábamos verdaderamente desconectados de lo humano, aunque creyéramos estar más comunicados que nunca.

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