domingo, 26 de octubre de 2025

Apagón digital. ¿Si Internet se detuviera una semana?

Imaginemos, por un momento, un silencio digital. No es el fin del mundo, pero se le parece. No hay WhatsApp, no hay Google, no hay streaming ni transferencias bancarias. Las pantallas siguen encendidas, pero no hay nada al otro lado. Internet, esa red invisible que sostiene casi todo lo que hacemos, se ha detenido.

¿Cómo reaccionaríamos si, de repente, nos quedáramos sin conexión global durante una semana?

La vida cotidiana está tejida con hilos de datos. Internet no es solo un espacio de comunicación: es el sistema nervioso de nuestra civilización. Coordina vuelos, hospitales, alimentos, bancos, fábricas, escuelas, señales de tránsito y hasta la electricidad que llega a nuestras casas. Por eso, si esa red se apaga, no hablamos de un simple “inconveniente técnico”, sino de un colapso de sincronización global.

Primer día: el silencio digital sorprende. La gente reinicia routers, mira el celular incrédula. Se piensa en una falla temporal. Pero a medida que pasan las horas, la ansiedad se multiplica. Las empresas no pueden comunicarse con sus proveedores, los bancos no acceden a sus bases de datos y las transacciones electrónicas quedan suspendidas.

Segundo día: los medios tradicionales, radio y televisión, recuperan protagonismo. Vuelven las colas en los cajeros, la comunicación boca a boca, el teléfono fijo. Los satélites siguen orbitando, pero no hay enlace con los servidores centrales. Los hospitales recurren a métodos analógicos para registrar pacientes. En muchos lugares, los sistemas de transporte automatizados se detienen.
Tercer día: las grandes ciudades comienzan a mostrar su dependencia absoluta del flujo de información. La logística de alimentos y combustible se ralentiza. Los sistemas de pago electrónico se paralizan. El dinero en efectivo vuelve a ser un tesoro, y las redes sociales, esas que tanto ruido generan, dejan un vacío extraño. Se siente el silencio de la opinión inmediata.

Cuarto y quinto día: empieza la adaptación. Algunos descubren que pueden hablar cara a cara. Otros aprovechan el tiempo sin notificaciones para leer, escribir o dormir mejor. Pero también surgen tensiones. Gobiernos y empresas tratan de mantener el orden mientras se buscan causas: ¿fue un ciberataque masivo? ¿un fallo técnico global? ¿una desconexión deliberada?

Sexto y séptimo día: aparece la nostalgia digital. Se valora lo que antes parecía trivial: un mensaje de voz, una videollamada, una búsqueda en segundos. La humanidad redescubre su vulnerabilidad tecnológica.

Lo interesante es que no hace falta que ocurra un apagón real para comprender que nuestra dependencia de Internet es tan profunda que hemos delegado buena parte de nuestra memoria, nuestras relaciones y nuestra autonomía a la nube. El apagón digital, hipotético o no, nos invita a pensar en lo que somos sin la red. ¿Cuánto de nuestra identidad se sostiene offline? ¿Cuánto control tenemos realmente sobre la información que nos rodea?

Albert Camus, en La peste (1947), cuenta cómo, ante la posibilidad inminente de morir en cuarentena por la epidemia, todos en el pueblo comenzaron a hacer lo que siempre habían querido y no se animaban. "Pobres -decía-, no se dan cuenta de que era antes, y no ahora, cuando estaban apestados". 
Era antes del apagón digital, y no ahora, cuando estábamos verdaderamente desconectados de lo humano, aunque creyéramos estar más comunicados que nunca.

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