El desarrollo de la tecnología no tiene techo, pero ¿alguien le pone un límite? Esa frase encierra una tensión fundamental: la aceleración de lo posible frente a la deliberación de lo deseable.
La técnica expande continuamente el campo de lo que
podemos hacer, desde manipular átomos hasta modelar comportamientos colectivos,
pero la pregunta relacionada con los límites no es sólo técnica; es profundamente política,
ética y humana. Los límites no aparecen por azar: los ponen las instituciones,
las normas, las consciencias, las consecuencias visibles e invisibles, y
también la propia naturaleza de los sistemas que habitamos.
A veces el límite es externo y coercitivo: leyes,
regulaciones, sanciones económicas, acuerdos internacionales que buscan
contener riesgos compartidos. Estas barreras nacen del reconocimiento social de
daños potenciales tales como las armas biológicas, la vigilancia masiva, la desigualdad
tecnológica y responden a la necesidad de proteger bienes comunes como la salud
pública, la privacidad o la democracia. Pero las normas llegan tarde si no se
anticipan; con frecuencia corremos detrás de las innovaciones intentando poner
parches donde ya hay grietas. Así, los límites institucionales son necesarios,
pero insuficientes cuando las dinámicas del mercado y la carrera por la ventaja
competitiva los eluden.
“...las normas llegan
tarde si no se anticipan; con frecuencia corremos detrás de las innovaciones
intentando poner parches donde ya hay grietas. Los límites institucionales son
necesarios, pero insuficientes cuando las dinámicas del mercado y la carrera
por la ventaja competitiva los eluden.”
Otras veces el límite es interno: la ética
profesional, la prudencia científica, la responsabilidad individual.
Investigadores que deciden no publicar un hallazgo peligroso, ingenieros que
rehúsan diseñar sistemas para controlar a poblaciones enteras, comunidades que
deliberan y acuerdan qué investigaciones financiar. Estos límites dependen de
una ecología de valores: la formación ética, la cultura institucional, la
presión pública. Son más frágiles porque no siempre están formalizados, y por
eso requieren tejido social: educación, conversación pública y un periodismo
que informe con rigor.
También hay límites sistémicos y materiales: recursos
finitos, entropía, complejidad que se desboca. No todo es solo voluntad; hay
barreras físicas, energía, materiales críticos, geometrías de escalado, y límites de comprensión. Aumentar capacidad
tecnológica sin entender sus efectos secundarios (económicos, ambientales,
psicológicos) puede generar retrocesos: degradación ecológica, crisis sociales,
pérdida de confianza. En ese sentido, los límites pueden venir de la propia
naturaleza como un recordatorio humilde de que ampliar horizontes comporta
responsabilidades añadidas.
También existe un límite profético, colectivo: la
imaginación moral de cada época. Preguntarnos qué tecnología queremos implica
un ejercicio de futuro compartido: decidir qué fines priorizamos, qué riesgos
asumimos y qué armonías buscamos.
Los límites no deberían ser solo frenos, sino diques
que permiten navegar sin naufragar: marcos que orienten la innovación hacia el
bien común, mecanismos que distribuyan beneficios y costos, y prácticas que
mantengan la dignidad humana como brújula. Si alguien debe poner el límite,
mejor que sean deliberaciones abiertas y democráticas, no decisiones secretas o
lógicas de acumulación.
En definitiva, la tecnología puede expandir lo posible
hasta el infinito, pero el sentido de ese poder se define en los márgenes donde
ponemos los límites. Es en ese borde, entre lo que podemos y lo que debemos,
donde se juega la noción de progreso: no solo medido por velocidad o capacidad,
sino por la sabiduría para modular la potencia con anticipación, prudencia, cuidado
y justicia.
Bibliografía.
D'Andrea Alberto L. El desarrollo tecnológico no tiene techo, ¿tiene límites? Magazine Radio Antorchas (05/12/25). https://radioantorchas.com.ar/2025/12/05/el-desarrollo-tecnologico-no-tiene-techo-tiene-limites/

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