Durante décadas, la neurociencia ha considerado a las neuronas (diminutas células que disparan impulsos eléctricos) como las únicas protagonistas en la compleja trama de la mente. La percepción, la memoria, la cognición e incluso la consciencia han sido interpretadas como el resultado de complejos patrones de activación sináptica, también conocidos como el “código neuronal”. Sin embargo, una nueva línea de investigación, aún emergente pero creciente, sugiere que lo esencial podría estar pasando desapercibido: la consciencia podría no estar contenida en los picos eléctricos de las neuronas, sino en los campos electromagnéticos que estos generan a su alrededor.
Estamos así ante un posible cambio de paradigma. Si los campos eléctricos del cerebro son, en realidad, el soporte último de la consciencia, entonces debemos reformular la manera en que entendemos el pensamiento, la percepción y la subjetividad. Este cambio no solo tendría implicancias científicas, sino filosóficas, éticas y tecnológicas. La consciencia, esa presencia escurridiza que nos permite saber que existimos, podría no residir exclusivamente en las conexiones sinápticas, sino en una danza sutil e invisible de campos que se mueven entre neuronas, como susurros eléctricos que viajan más allá del contacto. Si la consciencia no reside en un punto fijo del cerebro, sino que emerge de campos eléctricos efímeros, entonces quizá debamos repensar no solo lo que somos, sino cómo somos. Ya no bastaría con imaginar a la mente como un engranaje biológico ni como un procesador mecánico de estímulos.
La antigua distinción entre cuerpo y
alma podría reencontrarse, no en lo sobrenatural, sino en lo invisible de lo
físico: un campo eléctrico, una resonancia, una sutil sincronía. Si nuestros
pensamientos viajan más allá de la sinapsis, si nuestras emociones resuenan en
campos efápticos, ¿no seremos entonces, en parte, un fenómeno del espacio que
nos habita tanto como del cuerpo que nos contiene?
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