Richard Dawkins en su libro
de divulgación “El gen egoísta” (The Selfish Gene) publicado en 1976
establece que el gen es la unidad evolutiva fundamental. Los organismos son,
pues, meras máquinas de supervivencia para los genes. En tal sentido los seres
humanos son utilizados por los genes para perpetuarse en el tiempo y el hombre
deja su lugar central para convertirse en un soporte descartable de la herencia
genética. ¿Puede la arrogancia humana permanecer indiferente ante tal
perspectiva? La respuesta se comienza a vislumbrar a partir de 1973 con las
primeras experiencias de ADN recombinante, el nacimiento de la ingeniería
genética y las técnicas biotecnológicas en general. El hombre ahora puede tomar
el control de la situación cambiando el destino de la perpetuación de ciertos
genes e intentar prevalecer de algún modo. Aparece la posibilidad de “silenciar
genes problemáticos” para que no se expresen, seleccionar embriones (previo
diagnóstico genético preimplantatorio) en la fertilización asistida, para
cortar líneas genéticas conducentes a graves enfermedades hereditarias, realizar
transgénesis en animales y vegetales… Del vertiginoso desarrollo biotenológico
surge también un constante incremento en el promedio de vida con la
probabilidad consecuente para el individuo de aumentar sus mutaciones puntuales
y de sufrir modificaciones epigenéticas (modificaciones heredables en la
expresión de genes que no se encuentra en la secuencia del ADN). Un campo de
batalla, donde la inteligencia del hombre concebida para sobrevivir lo
suficiente de modo de perpetuar a los genes se tradujo
en armas
científicas-tecnológicas para intentar dominarlos. El hombre para vivir cada
vez más en su viaje a la inmortalidad debe indefectiblemente regular-dominar a
los genes y su
expresión. Si bien es una
guerra entre contendientes que se necesitan mutuamente, el resultado final
luego de centurias y milenios probablemente tenga un solo ganador: el gen
egoísta inmortal o el hombre inmortal.
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