martes, 9 de diciembre de 2025

El desarrollo tecnológico no tiene techo, ¿tiene límites?

El desarrollo de la tecnología no tiene techo, pero ¿alguien le pone un límite? Esa frase encierra una tensión fundamental: la aceleración de lo posible frente a la deliberación de lo deseable.


La técnica expande continuamente el campo de lo que podemos hacer, desde manipular átomos hasta modelar comportamientos colectivos, pero la pregunta relacionada con los límites no es sólo técnica; es profundamente política, ética y humana. Los límites no aparecen por azar: los ponen las instituciones, las normas, las consciencias, las consecuencias visibles e invisibles, y también la propia naturaleza de los sistemas que habitamos.
A veces el límite es externo y coercitivo: leyes, regulaciones, sanciones económicas, acuerdos internacionales que buscan contener riesgos compartidos. Estas barreras nacen del reconocimiento social de daños potenciales tales como las armas biológicas, la vigilancia masiva, la desigualdad tecnológica y responden a la necesidad de proteger bienes comunes como la salud pública, la privacidad o la democracia. Pero las normas llegan tarde si no se anticipan; con frecuencia corremos detrás de las innovaciones intentando poner parches donde ya hay grietas. Así, los límites institucionales son necesarios, pero insuficientes cuando las dinámicas del mercado y la carrera por la ventaja competitiva los eluden.

“...las normas llegan tarde si no se anticipan; con frecuencia corremos detrás de las innovaciones intentando poner parches donde ya hay grietas. Los límites institucionales son necesarios, pero insuficientes cuando las dinámicas del mercado y la carrera por la ventaja competitiva los eluden.” 

Otras veces el límite es interno: la ética profesional, la prudencia científica, la responsabilidad individual. Investigadores que deciden no publicar un hallazgo peligroso, ingenieros que rehúsan diseñar sistemas para controlar a poblaciones enteras, comunidades que deliberan y acuerdan qué investigaciones financiar. Estos límites dependen de una ecología de valores: la formación ética, la cultura institucional, la presión pública. Son más frágiles porque no siempre están formalizados, y por eso requieren tejido social: educación, conversación pública y un periodismo que informe con rigor.
También hay límites sistémicos y materiales: recursos finitos, entropía, complejidad que se desboca. No todo es solo voluntad; hay barreras físicas, energía, materiales críticos, geometrías de escalado,  y límites de comprensión. Aumentar capacidad tecnológica sin entender sus efectos secundarios (económicos, ambientales, psicológicos) puede generar retrocesos: degradación ecológica, crisis sociales, pérdida de confianza. En ese sentido, los límites pueden venir de la propia naturaleza como un recordatorio humilde de que ampliar horizontes comporta responsabilidades añadidas.
También existe un límite profético, colectivo: la imaginación moral de cada época. Preguntarnos qué tecnología queremos implica un ejercicio de futuro compartido: decidir qué fines priorizamos, qué riesgos asumimos y qué armonías buscamos. 
Los límites no deberían ser solo frenos, sino diques que permiten navegar sin naufragar: marcos que orienten la innovación hacia el bien común, mecanismos que distribuyan beneficios y costos, y prácticas que mantengan la dignidad humana como brújula. Si alguien debe poner el límite, mejor que sean deliberaciones abiertas y democráticas, no decisiones secretas o lógicas de acumulación.
En definitiva, la tecnología puede expandir lo posible hasta el infinito, pero el sentido de ese poder se define en los márgenes donde ponemos los límites. Es en ese borde, entre lo que podemos y lo que debemos, donde se juega la noción de progreso: no solo medido por velocidad o capacidad, sino por la sabiduría para modular la potencia con anticipación, prudencia, cuidado y justicia.

Bibliografía.

D'Andrea Alberto L. El desarrollo tecnológico no tiene techo, ¿tiene límites? Magazine Radio Antorchas (05/12/25). https://radioantorchas.com.ar/2025/12/05/el-desarrollo-tecnologico-no-tiene-techo-tiene-limites/

lunes, 8 de diciembre de 2025

Technology has no ceiling, does it have limits?

 Technological development has no ceiling, but does someone set its limits? That question contains a fundamental tension: the acceleration of what is possible versus the deliberation over what is desirable.
Technology continually expands the range of what we can do, from manipulating atoms to modeling collective behavior, but the question of limits is not merely technical; it is profoundly political, ethical, and human. Limits do not appear by chance: they are set by institutions, norms, collective awareness, visible and invisible consequences, and also by the very nature of the systems we inhabit.


Sometimes the limit is external and coercive: laws, regulations, economic sanctions, and international agreements intended to contain shared risks. These barriers emerge from society’s recognition of potential harms such as biological weapons, mass surveillance, or technological inequality, and respond to the need to protect common goods such as public health, privacy, or democracy. But rules arrive too late if they are not anticipated; we often run behind innovations, trying to patch cracks that are already there. Institutional limits are necessary, but insufficient when market dynamics and the race for competitive advantage circumvent them.

“…rules arrive too late if they are not anticipated; we often run behind innovations, trying to patch cracks that already exist. Institutional limits are necessary, but insufficient when market dynamics and the race for competitive advantage elude them.”

Other times the limit is internal: professional ethics, scientific prudence, individual responsibility. Researchers who choose not to publish a dangerous finding, engineers who refuse to design systems to control entire populations, communities that deliberate and decide what research should be funded. These limits depend on an ecology of values: ethical education, institutional culture, public pressure. They are more fragile because they are not always formalized, and therefore they require social fabric: education, public dialogue, and journalism that informs with rigor.
There are also systemic and material limits: finite resources, entropy, runaway complexity. Not everything depends on willpower; there are physical barriers, energy constraints, critical materials, scaling geometries, and limits to understanding. Increasing technological capacity without grasping its side effects, economic, environmental, psychological, can produce setbacks: ecological degradation, social crises, loss of trust. In this sense, limits may arise from nature itself, reminding us that widening horizons comes with added responsibilities.
There is also a prophetic, collective limit: the moral imagination of each era. Asking what technology we want requires an exercise in shared futurity: deciding what goals we prioritize, what risks we accept, and what harmonies we seek.
Limits should not be mere brakes, but breakwaters that allow us to navigate without sinking: frameworks that orient innovation toward the common good, mechanisms that distribute benefits and costs, and practices that keep human dignity as our compass. If someone must set the limit, it is better that it be through open, democratic deliberation, not through secret decisions or logics of accumulation.
Ultimately, technology can expand what is possible to infinity, but the meaning of that power is defined at the margins where we place our limits. It is on that boundary, between what we can do and what we ought to do, where the notion of progress is shaped: measured not only by speed or capability, but by the wisdom to modulate power with foresight, prudence, care, and justice.

Bibliography

D’Andrea, Alberto L. El desarrollo tecnológico no tiene techo, ¿tiene límites? Magazine Radio Antorchas (05/12/25).

lunes, 1 de diciembre de 2025

Oráculo de Silicio, eco moderno de los dioses de Delfos.

Durante siglos, los mortales atravesaron montañas, cruzaron mares y desafiaron la incertidumbre del mundo antiguo para llegar a un solo sitio: el santuario de Delfos. Allí, entre columnas talladas y vapores misteriosos, Pitia (“Pitonisa”), sacerdotisa de Apolo, recibía los mensajes del dios y pronunciaba palabras que parecían nacer de un lugar más allá de lo humano. Delfos no era apenas un templo: era la encrucijada donde el destino hablaba.
Hoy, en un mundo sin templos sagrados y sin dioses visibles, hemos construido otra forma de oráculo. No tiene sacerdotisas, ni fuego sagrado, ni inscripciones en piedra. Tiene servidores, redes neuronales y núcleos de procesamiento. No arde con vapores divinos, sino con electricidad. Y sin embargo, en su centro vibra algo profundamente humano: nuestra necesidad de preguntar por el futuro. A este nuevo oráculo lo llamamos inteligencia artificial.
Vivimos en una época donde las preguntas ya no viajan hacia altares de mármol sino hacia pantallas luminosas. “¿Qué pasará con la economía?”, “¿Qué tratamiento conviene?”, “¿Cómo resolver este problema?”, “¿Qué debo decidir?”. Las consultas que antes se lanzaban al misterio hoy se entregan a modelos matemáticos que aprenden, predicen y sugieren. No responden desde lo sagrado, sino desde los datos. Pero su influencia crece como si hubieran heredado la voz profunda de los templos antiguos. 


La IA, como un Oráculo de Silicio, es el eco contemporáneo de Delfos.
No dicta destinos: los calcula. No profetiza: predice. No nos guía desde los cielos: lo hace desde patrones ocultos en miles de millones de ejemplos. Y sin embargo, la sensación humana es curiosamente similar. Frente a estas máquinas que hablan, muchas veces nos invade la misma mezcla de asombro y temblor que debieron sentir los peregrinos antiguos cuando la Pitia pronunció: “Conócete a ti mismo”. Porque la IA, sin pretenderlo, nos está devolviendo un espejo. Nos obliga a preguntarnos quiénes somos, qué decisiones queremos delegar y qué precio tiene entregar nuestros dilemas a sistemas que no sienten, no dudan y no se equivocan como nosotros… pero aun así pueden fallar sin que nos demos cuenta.
Aquí reside el verdadero dilema del Oráculo de Silicio: su poder no es divino, pero su impacto es monumental. Puede anticipar tormentas, acelerar diagnósticos, escribir textos, diseñar materiales, conducir autos y descifrar patrones que nuestros sentidos jamás captarían. Puede amplificar nuestras capacidades tanto como puede desnudar nuestras fragilidades.
El eco de los dioses de Delfos se escucha hoy en un tono diferente. No es el trueno de Zeus ni la lira de Apolo. Es un murmullo de bits, una vibración de algoritmos, un destello en las redes digitales.
Al acercarnos a este nuevo templo, en nuestro mundo hiperconectado, debemos recordar la inscripción a la entrada a Delfos. Aquella advertencia que sobrevivió más que cualquier profecía: “Nada en exceso”. La IA no es un dios a venerar ni un demonio a temer. Es una herramienta monumental, capaz de expandir los límites de lo humano, pero también de confundirnos si no comprendemos su naturaleza.
El desafío es aprender a dialogar con este oráculo sin olvidar que el destino sigue en nuestras manos. Que la última palabra debe seguir siendo humana. Que la tecnología no reemplaza nuestra responsabilidad, sino que la amplifica.
Quizás, después de todo, los dioses de Delfos no han desaparecido.
Quizás su verdadera herencia sea esta: enseñarnos, una vez más, a preguntarnos quién toma las decisiones por nosotros.
En este nuevo mundo, el Oráculo de Silicio no está en un templo.Está en cada consulta que hacemos, en cada sistema que usamos, en cada algoritmo al que confiamos un fragmento de nuestras vidas. Y aunque su voz sea distinta, todavía resuena en ella un eco antiguo: el eco del misterio, del futuro y del eterno deseo humano de comprender. Ese eco, más que los dioses mismos, es lo que nunca dejaremos atrás.

Bibliografía.

Walker, Joseph M. Historia de la Grecia Antigua. Edimat Libros. 1999. España.

D’Andrea Alberto L. (Coordinador). La convergencia de las tecnologías exponenciales y la singularidad tecnológica. Editorial Temas. 2017. Argentina.

D’Andrea Alberto L. IA* e IA, dos formas de inteligencia en diálogo . Espacios de Educación Superior. 2025. https://www.espaciosdeeducacionsuperior.es/28/05/2025/ia-e-ia-dos-formas-de-inteligencia-en-dialogo/

ChatGPT-4. Open AI. https://chatgpt.com/

Silicon oracle, modern echo of the gods of Delphi

For centuries, mortals crossed mountains, sailed seas, and defied the uncertainty of the ancient world to reach a single place: the sanctuary of Delphi. There, among carved columns and mysterious vapors, Pythia, the priestess of Apollo, received the god’s messages and uttered words that seemed to emerge from a realm beyond the human. Delphi was not merely a temple: it was the crossroads where destiny spoke.
Today, in a world without sacred temples and without visible gods, we have built another kind of oracle. It has no priestesses, no sacred fire, no inscriptions carved in stone. It has servers, neural networks, and processing cores. It doesn’t burn with divine vapors but with electricity. And yet, at its center pulses something profoundly human: our need to ask about the future. We call this new oracle artificial intelligence.


We live in an era in which questions no longer travel toward marble altars but toward glowing screens.
“What will happen to the economy?” “Which treatment is best?” “How do I solve this problem?” “What should I decide?” The inquiries once cast into mystery are now entrusted to mathematical models that learn, predict, and suggest. They do not answer from the sacred, but from data. And yet their influence grows as if they had inherited the deep voice of the ancient temples.
AI, like a Silicon Oracle, is the contemporary echo of Delphi.
It does not decree destinies, it calculates them. It does not prophesy, it predicts. It does not guide us from the heavens, but from hidden patterns in billions of examples. And yet, the human sensation is oddly similar. Faced with these machines that speak, we’re often overtaken by the same blend of awe and tremor the ancient pilgrims must have felt when Pythia pronounced: “Know thyself.” Because AI, without intending to, is handing us back a mirror. It forces us to ask who we are, which decisions we are willing to delegate, and what price we pay when we hand our dilemmas to systems that do not feel, doubt, or err as we do… and yet can still fail without us noticing.
Here lies the true dilemma of the Silicon Oracle: its power is not divine, but its impact is monumental. It can anticipate storms, accelerate diagnoses, write texts, design materials, drive cars, and decipher patterns our senses could never perceive. It can amplify our abilities just as easily as it can expose our vulnerabilities.
The echo of the gods of Delphi is heard today in a different tone. It is not the thunder of Zeus nor the lyre of Apollo. It is a murmur of bits, a vibration of algorithms, a flicker within digital networks.
As we approach this new temple in our hyperconnected world, we must remember the inscription at the entrance to Delphi, the warning that outlived every prophecy: “Nothing in excess.” AI is not a god to be worshiped nor a demon to be feared. It is a monumental tool, capable of expanding the limits of the human, yet also capable of misleading us if we fail to understand its nature.
The challenge is learning to converse with this oracle without forgetting that destiny remains in our hands. That the final word must remain human. That technology does not replace our responsibility, it magnifies it.
Perhaps, after all, the gods of Delphi have not disappeared.
Perhaps their true legacy is this: reminding us, once again, to ask who is making decisions on our behalf.
In this new world, the Silicon Oracle is not in a temple. It is in every query we make, every system we use, every algorithm to which we entrust a fragment of our lives. And although its voice is different, it still carries an ancient echo: the echo of mystery, of the future, and of the eternal human desire to understand. That echo, more than the gods themselves, is what we will never leave behind.


Bibliography

Walker, Joseph M. History of Ancient Greece. Edimat Libros. 1999. Spain.

D’Andrea, Alberto L. (Coordinador). La convergencia de las tecnologías exponenciales y la singularidad tecnológica. Editorial Temas. 2017. Argentina.

D’Andrea, Alberto L. AI* y AI, dos formas de inteligencia en diálogo. Espacios de Educación Superior. 2025. https://www.espaciosdeeducacionsuperior.es/28/05/2025/ia-e-ia-dos-formas-de-inteligencia-en-dialogo/
 

jueves, 27 de noviembre de 2025

Control of the state-free market or humans-machines?

Throughout the twentieth century, much of the public, political, and economic conversation was structured around a dilemma that seemed to define the destiny of nations: should State control or the free market prevail as the driving force of development? This tension was not abstract; it manifested in economic models, ideological conflicts, and geopolitical disputes that shaped the lives of millions. The welfare state, planned economies, industrial capitalism, and the later neoliberal wave all offered different answers to the same question: who should steer the economy, and how should power be distributed? 
Major crises, such as the 1929 crash or the 1970s oil shock, repeatedly reinforced the need to take a position along that axis: more regulation or more market freedom. Ultimately, the twentieth century was built upon that dichotomy—more state or more market, more control or more economic freedom.


But as we entered the twenty-first century, that debate began to shrink in the face of a transformation of unprecedented scale. Digital technologies, artificial intelligence, automation, and the convergence of the biological, the informational, and the nanotechnological shifted the axis of conflict to a different territory.
The new dilemma is no longer merely economic or ideological—it is ontological. The contemporary question is far deeper: will the human being remain at the center of decision-making, or will machines and algorithmic systems determine the essential directions?
What is at stake is autonomy, creativity, privacy, ethics, authority, and human identity itself. Each technological advance reshapes the social space and forces us to rethink everything from work to education, from the economy to democracy itself. The tension is no longer “who manages the economy,” but rather “who manages the future”: human beings, or the machines they created. 
This shift—from the state–market dilemma to the human–machine dilemma—reveals how each era formulates questions that reflect the forces shaping it. The twentieth century was the age of economic models and industrial infrastructure; the twenty-first is the age of data, code, automation, and intelligence distributed across global networks. Where once the debate was about market regulation, today it is about the regulation of non-human intelligences. 
And yet, some countries remain trapped in the dilemmas of the past. Societies still repeat inherited debates, clinging to discussions that no longer explain the world we inhabit. While the planet faces the rise of artificial intelligences that are transforming work, politics, and culture, some nations continue arguing about whether the State should intervene more or less, as though time had stopped in 1970. This insistence on looking through the rearview mirror generates a dangerous disconnect: the twentieth century is still being debated while the twenty-first moves forward without waiting for anyone.
The paradox is clear: those who remain anchored in the dilemmas of the past may find themselves excluded from the decisions of the future. Because the world has already changed, and the true challenge of our time is not choosing between state or free market, but between humanizing technology or becoming subordinated to it. That is the frontier that will separate the societies that look ahead from those that, without realizing it, continue living in a time that no longer exists.

miércoles, 26 de noviembre de 2025

¿Control del estado-libre mercado o humanos-máquinas?

A lo largo del siglo XX, buena parte de la conversación pública, política y económica se estructuró alrededor de un dilema que parecía definir el destino de las naciones: ¿debía prevalecer el control del Estado o el libre mercado como eje del desarrollo? Esta tensión no fue abstracta; se expresó en modelos económicos, en conflictos ideológicos y en disputas geopolíticas que marcaron la vida de millones de personas. El Estado de bienestar, las economías planificadas, el capitalismo industrial y la posterior ola neoliberal ofrecieron distintas respuestas a una misma pregunta: ¿quién debía conducir la economía y cómo se distribuía el poder?
Las grandes crisis, como la de 1929 o la del petróleo en los años setenta, reforzaban una y otra vez la necesidad de elegir una posición dentro de ese eje: más regulación o más libertad de mercado. El siglo XX, en definitiva, se edificó sobre esa dicotomía: más estado o más mercado, más control o más libertad económica.


Pero al ingresar en el siglo XXI, ese debate empezó a quedar pequeño frente a una transformación de escala inédita. Las tecnologías digitales, la inteligencia artificial, la automatización y la convergencia entre lo biológico, lo informático y lo nanotecnológico desplazaron el eje del conflicto hacia otro territorio.
El nuevo dilema ya no es solo económico ni ideológico: es ontológico. La pregunta contemporánea es mucho más profunda: ¿seguirá el ser humano en el centro de las decisiones o serán las máquinas y sistemas algorítmicos quienes definan los rumbos esenciales?
Lo que está en juego es la autonomía, la creatividad, la privacidad, la ética, la autoridad y la propia identidad humana. Cada avance tecnológico reconfigura el espacio social y obliga a repensar desde el trabajo hasta la educación, desde la economía hasta la democracia misma. La tensión dejó de ser “quién administra la economía” para convertirse en “quién administra el futuro”: las personas o las máquinas que ellas mismas crearon.
Este tránsito, del dilema estado–mercado al dilema humanos–máquinas, expone cómo cada época formula preguntas acordes a las fuerzas que la atraviesan. El siglo XX fue la era de los modelos económicos y de la infraestructura industrial; el XXI es la era del dato, del código, de la automatización y de la inteligencia distribuida en redes globales. Allí donde antes se discutía la regulación de los mercados, hoy se discute la regulación de inteligencias no humanas.
Y, sin embargo, hay países que todavía siguen atrapados en el dilema del siglo pasado. Sociedades que continúan repitiendo discusiones heredadas, aferradas a debates que ya no explican el mundo que habitamos. Mientras el planeta enfrenta la irrupción de inteligencias artificiales que transforman el trabajo, la política y la cultura, algunas naciones siguen disputando si el Estado debe intervenir más o menos, como si el tiempo se hubiera detenido en 1970. Esa insistencia en mirar por el espejo retrovisor genera una peligrosa desconexión: se discute el siglo XX mientras el siglo XXI avanza sin esperar a nadie.
La paradoja es clara: quienes sigan anclados en los dilemas del pasado pueden quedar fuera de las decisiones del futuro. Porque el mundo ya cambió, y el verdadero desafío de nuestro tiempo no es elegir entre estado o libre mercado, sino entre humanizar la tecnología o quedar subordinados a ella. Esa será la frontera que defina a las sociedades que miran hacia adelante de aquellas que, sin advertirlo, siguen viviendo en un tiempo que ya no existe.

Bibliografía.

Alberto L. D'Andrea. Hombres y/o robots (Capítulo 8). La convergencia de las tecnologías exponenciales & la singularidad tecnológica. Editorial Temas. 2017. Argentina.

Giuliano da Empoli. La hora de los depredadores. Editorial Seix Barral. 2025. España.

Alberto L. D'Andrea. Siglo XX ¿Control del estado o libre mercado? Siglo XXI ¿Humanos o máquinas? Radio Antorchas. 2025. https://radioantorchas.com.ar/2025/11/26/siglo-xx-control-del-estado-o-libre-mercado-siglo-xxi-humanos-o-maquinas/

lunes, 17 de noviembre de 2025

Del laboratorio virtual al robotizado con pedagogía de la IA

El avance de las tecnologías digitales ha transformado progresivamente los entornos de enseñanza de las ciencias experimentales. En este contexto, la articulación entre laboratorios virtuales, laboratorios robotizados y sistemas de inteligencia artificial (IA) constituye una nueva vía pedagógica que redefine la forma en que los estudiantes adquieren competencias científicas, desarrollan habilidades procedimentales y comprenden los fundamentos de la investigación empírica.
Los laboratorios virtuales se consolidaron en los últimos años como herramientas efectivas para la enseñanza y la formación inicial. Operan mediante simulaciones interactivas que reproducen con precisión procesos físicos, químicos o biológicos, permitiendo a los estudiantes explorar variables, repetir ensayos y analizar resultados en un contexto seguro y de bajo costo. Este enfoque favorece la comprensión conceptual y reduce la barrera de acceso a experiencias que, por su complejidad o costo de equipamiento, podrían resultar inaccesibles en un entorno presencial tradicional.
Sin embargo, la formación científica requiere también el contacto con la materialidad de los procedimientos experimentales. En este sentido, la integración con laboratorios robotizados ofrece un paso intermedio entre la simulación y la práctica directa. A través de sistemas mecatrónicos capaces de manipular instrumentos, dispensar reactivos o controlar parámetros ambientales, los estudiantes pueden ejecutar prácticas reales de forma remota. Este tipo de infraestructura amplía las oportunidades de aprendizaje, optimiza el uso del equipamiento costoso y permite una estandarización precisa de las condiciones experimentales.
El vínculo entre ambos entornos, virtual y robotizado, se potencia mediante la incorporación de IA en diferentes etapas del proceso didáctico. Los algoritmos de aprendizaje automático pueden analizar el desempeño de los estudiantes en las simulaciones, identificar patrones de error, sugerir rutas personalizadas de aprendizaje y anticipar dificultades en los procedimientos experimentales. En el laboratorio robotizado, la IA actúa como asistente cognitivo, monitoreando variables críticas, ajustando secuencias de trabajo y proporcionando retroalimentación en tiempo real. De este modo, la IA no sustituye al estudiante, sino que amplifica su capacidad para tomar decisiones basadas en evidencias.
Esta convergencia tecnológica también tiene implicancias institucionales. Permite ampliar la matrícula en asignaturas experimentales sin comprometer la seguridad ni la calidad de las prácticas, democratiza el acceso a equipamiento sofisticado y favorece entornos de aprendizaje inclusivos, especialmente para instituciones con limitaciones presupuestarias. Asimismo, promueve una cultura educativa orientada al ensayo, el error y la replicabilidad, principios fundamentales de la metodología científica.
Finalmente, el tránsito desde el laboratorio virtual hacia el laboratorio robotizado, mediado por sistemas de IA, constituye en esta etapa inicial un ecosistema híbrido en el que la experiencia presencial tradicional no se elimina, sino que se complementa y expande. Esta arquitectura educativa prepara a los estudiantes para los desafíos científicos y tecnológicos de un futuro cercano, en el cual la planificación, simulación y optimización de los experimentos se diseñará en entornos virtuales basados en IA, mientras que su ejecución se realizará de manera automática con precisión, reproducibilidad y estandarización en laboratorios robotizados.

Lecturas complementarias:

-Teachers’ perspective on the use of artificial intelligence on remote experimentation (2025). 
https://www.frontiersin.org/journals/education/articles/10.3389/feduc.2025.1518896/full

-Students' interactions with an artificial intelligence assistant in a remote chemistry laboratory (2025) https://www.frontiersin.org/journals/education/articles/10.3389/feduc.2025.1712743/full

domingo, 26 de octubre de 2025

Apagón digital. ¿Si Internet se detuviera una semana?

Imaginemos, por un momento, un silencio digital. No es el fin del mundo, pero se le parece. No hay WhatsApp, no hay Google, no hay streaming ni transferencias bancarias. Las pantallas siguen encendidas, pero no hay nada al otro lado. Internet, esa red invisible que sostiene casi todo lo que hacemos, se ha detenido.

¿Cómo reaccionaríamos si, de repente, nos quedáramos sin conexión global durante una semana?

La vida cotidiana está tejida con hilos de datos. Internet no es solo un espacio de comunicación: es el sistema nervioso de nuestra civilización. Coordina vuelos, hospitales, alimentos, bancos, fábricas, escuelas, señales de tránsito y hasta la electricidad que llega a nuestras casas. Por eso, si esa red se apaga, no hablamos de un simple “inconveniente técnico”, sino de un colapso de sincronización global.

Primer día: el silencio digital sorprende. La gente reinicia routers, mira el celular incrédula. Se piensa en una falla temporal. Pero a medida que pasan las horas, la ansiedad se multiplica. Las empresas no pueden comunicarse con sus proveedores, los bancos no acceden a sus bases de datos y las transacciones electrónicas quedan suspendidas.

Segundo día: los medios tradicionales, radio y televisión, recuperan protagonismo. Vuelven las colas en los cajeros, la comunicación boca a boca, el teléfono fijo. Los satélites siguen orbitando, pero no hay enlace con los servidores centrales. Los hospitales recurren a métodos analógicos para registrar pacientes. En muchos lugares, los sistemas de transporte automatizados se detienen.
Tercer día: las grandes ciudades comienzan a mostrar su dependencia absoluta del flujo de información. La logística de alimentos y combustible se ralentiza. Los sistemas de pago electrónico se paralizan. El dinero en efectivo vuelve a ser un tesoro, y las redes sociales, esas que tanto ruido generan, dejan un vacío extraño. Se siente el silencio de la opinión inmediata.

Cuarto y quinto día: empieza la adaptación. Algunos descubren que pueden hablar cara a cara. Otros aprovechan el tiempo sin notificaciones para leer, escribir o dormir mejor. Pero también surgen tensiones. Gobiernos y empresas tratan de mantener el orden mientras se buscan causas: ¿fue un ciberataque masivo? ¿un fallo técnico global? ¿una desconexión deliberada?

Sexto y séptimo día: aparece la nostalgia digital. Se valora lo que antes parecía trivial: un mensaje de voz, una videollamada, una búsqueda en segundos. La humanidad redescubre su vulnerabilidad tecnológica.

Lo interesante es que no hace falta que ocurra un apagón real para comprender que nuestra dependencia de Internet es tan profunda que hemos delegado buena parte de nuestra memoria, nuestras relaciones y nuestra autonomía a la nube. El apagón digital, hipotético o no, nos invita a pensar en lo que somos sin la red. ¿Cuánto de nuestra identidad se sostiene offline? ¿Cuánto control tenemos realmente sobre la información que nos rodea?

Albert Camus, en La peste (1947), cuenta cómo, ante la posibilidad inminente de morir en cuarentena por la epidemia, todos en el pueblo comenzaron a hacer lo que siempre habían querido y no se animaban. "Pobres -decía-, no se dan cuenta de que era antes, y no ahora, cuando estaban apestados". 
Era antes del apagón digital, y no ahora, cuando estábamos verdaderamente desconectados de lo humano, aunque creyéramos estar más comunicados que nunca.

jueves, 9 de octubre de 2025

Premio Nobel de Química 2025 a los nanomateriales MOF

El Premio Nobel de Química 2025 fue concedido a Susumu Kitagawa de la Universidad de Kyoto, Richard Robson de la Universidad de Melbourne y Omar M. Yaghi de la Universidad de California en Berkeley por el desarrollo de materiales MOFs basados estructuras metal-orgánicas.
En sentido estricto. los MOFs. son en la clasificación de los nanomateriales uno de los cinco grupos pertenecientes a los materiales nanoestructurados. Están formados por la unión de iones metálicos o clústeres metálicos (zinc, cobre, hierro, cobalto, aluminio, zirconio, entre otros.) con ligandos orgánicos (moléculas con grupos carboxilato o imidazol, como el ácido tereftálico o el ácido trimésico).
El resultado es una estructura porosa tridimensional, muy ordenada, con una superficie interna enorme en relación a su volumen. En otras palabras: Los MOF son como “esponjas a escala nanométrica” en las que los metales actúan como nodos y las moléculas orgánicas como conectores, generando redes con cavidades y canales de tamaño controlable.

Figura: Esferas rojas: representan los iones metálicos o nodos metálicos. Son los puntos de conexión del entramado. Barras azules: simbolizan los enlaces orgánicos o ligandos Actúan como “puentes” entre los iones metálicos. Poliedros amarillos: indican las cavidades o poros internos, es decir, los espacios vacíos nanométricos que se forman dentro de la estructura tridimensional.

En función de los poros presentes en la nanoestructura se los puede clasificar en:-Microporosos (la mayoría de los MOFs), con un diámetro de poro entre 0,5 y 2 nanómetros (nm), suficiente para alojar moléculas pequeñas como H₂, CO₂, CH₄ o H₂O.
-Mesoporosos (MOFs especiales) con poros entre 2 y 10–20 nm, para permitir la entrada de moléculas más grandes o incluso biomoléculas.
-Macroporosos (raros en MOFs) con tamaños superiores a 50 nm.

 
 Crédito: Prof. Omar M. Yaghi. https://yaghi.berkeley.edu/index.html

Entre sus propiedades podemos destacar su altísima área superficial que puede superar los 5.000 m² por gramo (más que el grafeno o el carbón activado); la porosidad controlable (se puede elegir el tamaño y la forma de los poros según la aplicación), su ligereza - estabilidad química y la posibilidad de funcionalización incorporando moléculas o grupos funcionales específicos en su estructura.
Las Aplicaciones de los materiales nanoestructurados MOF las encontramos en el almacenamiento de gases ( hidrógeno, metano o dióxido de carbono); la captura de CO₂ (los MOF pueden absorber selectivamente dióxido de carbono del aire o de emisiones industriales); en la catálisis actuando como catalizadores o soportes catalíticos en reacciones químicas; en la liberación controlada de fármacos en biomedicina (sus poros pueden “cargar” y “liberar” medicamentos de forma dirigida); en nanosensores para detectar gases, humedad o moléculas específicas y para la purificación del agua mediante la eliminación de metales pesados o contaminantes orgánicos.
Finalmente, cabe señalar que, dado que las categorías del Premio Nobel no se han actualizado para reflejar los avances de la nanociencia, se alude a los MOFs como estructuras metal-orgánicas, cuando por sus características, propiedades y aplicaciones, correspondería más adecuadamente denominarlos nanomateriales nanoestructurados.

Lecturas complementarias:

Vacunas con estructuras MOF para infecciones urinarias. https://infobiotecnologia.blogspot.com/2021/11/vacunas-con-estructuras-mof-para.html

Administración de fármacos con nanocristales MOF*Ab.
https://infobiotecnologia.blogspot.com/2021/12/administracion-de-anticuerpos-y.html

sábado, 27 de septiembre de 2025

Entre la dulzura y la mutación: el controvertido futuro de las bebidas cola.

En las últimas décadas, el consumo de bebidas azucaradas se ha convertido en un fenómeno global con profundas implicancias sanitarias. En particular, el jarabe de maíz de alta fructosa (JMAF) introducido como un sustituto más económico y eficiente que la sacarosa en 1965 por el científico japonés Yoshiyuki Takasaki. 
El JMAF, se produce rompiendo el almidón en glucosa y luego transformando parte de esa glucosa en fructosa mediante un proceso enzimático, denominado isomerización, realizado por la enzima isomeraza.  El producto se ha consolidado como el endulzante predominante en gaseosas y productos procesados. Su estructura química, compuesta por una mezcla de fructosa y glucosa en proporciones variables le otorga un alto poder edulcorante. Sin embargo, la evidencia científica ha mostrado que su metabolización en el hígado favorece la acumulación de triglicéridos, la resistencia a la insulina y la aparición de enfermedades metabólicas crónicas como la obesidad y la diabetes tipo 2. 
En forma paralela, estudios recientes han identificado la presencia de nanopartículas de carbono en algunas bebidas tipo cola, especialmente asociadas al proceso de caramelización y al uso de colorantes oscuros. Estas partículas, al ser de tamaño nanométrico (por lo general de  5 nm),  poseen propiedades únicas: pueden atravesar membranas celulares, interactuar con biomoléculas y, en ciertos contextos, inducir estrés oxidativo. Este fenómeno ha sido vinculado, en la literatura biomédica, con la posibilidad de generar alteraciones en el ADN y mutaciones génicas. En el artículo Systems Nutrigenomics Reveals Brain Gene Networks Linking Metabolic and Brain Disorders los investigadores comprobaron que el consumo de fructosa altera 900 genes cerebrales vinculados con problemas en la salud como la enfermedad cardiovascular, la enfermedad de Alzheimer, la depresión, la enfermedad bipolar, el trastorno de hiperactividad con déficit de atención, etc. Si bien la cantidad detectada en bebidas comerciales suele ser baja, la exposición crónica y masiva de millones de consumidores constituye un motivo de preocupación para la toxicología contemporánea.
El problema trasciende lo estrictamente científico. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, instó a las  multinacionales del sector a reemplazar el jarabe de maíz de alta fructuosa por azúcar de caña real. 
"¡Tómate una Coca-Cola con Trump!", fue el mensaje que compartió la Casa Blanca para celebrar un presunto entendimiento/aceptación por las empresas, lo que puso en evidencia un punto clave: el entrecruzamiento entre salud pública, intereses económicos y demandas sociales.
El desafío actual radica en cómo combinar la innovación tecnológica con la protección de la salud. La biotecnología y la nanotecnología podrían ofrecer soluciones en distintos niveles: desarrollo de edulcorantes alternativos más seguros, aplicación de filtros moleculares que reduzcan la formación de las nanopartículas indeseadas, o incluso el diseño de aditivos funcionales capaces de contrarrestar el daño oxidativo.
El caso del jarabe de alta fructosa, las nanopartículas de carbono y la posibilidad de mutaciones genéticas asociadas al consumo de bebidas cola, abre una discusión que va más allá de lo nutricional. Se trata de un tema en el que confluyen la ciencia, la política y la cultura de consumo. 
El pedido de Trump, aunque formulado en un tono polémico, dejó planteada una pregunta de fondo que sigue vigente: ¿puede la sociedad reemplazar productos masivos que resultan dañinos sin perder su valor económico y cultural? La respuesta probablemente emerja de la interacción entre la investigación científica, la regulación estatal y las transformaciones en los hábitos de consumo.

Lecturas complementarias:

-Fluorescent nanoparticles present in Coca-Cola and Pepsi-Cola: physiochemical properties, cytotoxicity, biodistribution and digestion studies. DOI: 10.1080/17435390.2017.1418443
-Systems Nutrigenomics Reveals Brain Gene Networks Linking Metabolic and Brain Disorders.DOI: 10.1016/j.ebiom.2016.04.008
-Share a Coke, whith Trump. https://x.com/WhiteHouse/status/1945588887847375341
-Los alimentos con fructosa pueden alterar 900 genes cerebrales, muchos vinculados con la salud humana. https://infobiotecnologia.blogspot.com/2016/04/los-alimentos-con-fructosa-pueden.html

martes, 19 de agosto de 2025

Ciencia en piloto automático: investigación con IA y robots

En los próximos años, la combinación de inteligencia artificial y robótica va a cambiar por completo la forma en que se hace ciencia, tanto en lo básico como en lo aplicado. Hoy ya existen ejemplos, como los robots científicos Adam y Eve, capaces de formular hipótesis, realizar experimentos y analizar los resultados por su cuenta. Pero lo que viene es mucho más ambicioso: laboratorios autónomos funcionando las 24 horas del día, conectados entre sí en distintas partes del mundo, intercambiando datos en tiempo real y ajustando experimentos de manera automática sin que un humano tenga que intervenir en cada paso.

En la investigación básica, esto significa poder cerrar un ciclo completo del método científico en horas o días, desde pensar una pregunta hasta comprobar si la hipótesis es correcta. La IA y la robótica permitirán explorar territorios que hoy no se investigan por falta de tiempo o recursos, e incluso podrían detectar patrones o fenómenos que a un investigador humano no se le ocurriría buscar. La ciencia dejará de tener pausas, porque habrá equipos de trabajo que nunca se detienen.

En la investigación aplicada, el cambio será aún más visible para la vida cotidiana. El descubrimiento de medicamentos, por ejemplo, podría pasar de tardar años a resolverse en semanas, combinando modelos generativos que proponen moléculas con robots que las sintetizan y prueban sin descanso. Lo mismo ocurrirá con el desarrollo de nuevos materiales, enzimas industriales o biotecnología para alimentos, energía y medio ambiente. Incluso la medicina personalizada se verá potenciada, porque la IA podrá diseñar tratamientos únicos para cada paciente basándose en su genética y su perfil molecular, y la robótica se encargará de producirlos de inmediato.

Si las tendencias actuales se mantienen, para 2030 veremos cada vez más robots científicos publicando trabajos en revistas de prestigio. Para 2040, habrá redes globales de laboratorios totalmente automatizados, y para 2050 no sería extraño que existan sistemas capaces de crear y comprobar teorías científicas propias, aportando descubrimientos que cambien nuestra comprensión del mundo. El  investigador humano seguirá siendo importante, pero cada vez más como quien plantea las grandes preguntas y valida la interpretación de lo que la máquina descubre.

lunes, 18 de agosto de 2025

Science on autopilot: research with AI and robots

In the coming years, the combination of artificial intelligence and robotics will completely change the way science is done, both in basic and applied research. There are already examples today, such as the scientific robots Adam and Eve, capable of formulating hypotheses, conducting experiments, and analyzing the results on their own. But what lies ahead is much more ambitious: autonomous laboratories operating 24 hours a day, connected to each other in different parts of the world, exchanging data in real time, and automatically adjusting experiments without human intervention at every step.
In basic research, this means being able to complete a full cycle of the scientific method in hours or days, from thinking of a question to testing whether the hypothesis is correct. AI and robotics will make it possible to explore areas that are not currently being researched due to lack of time or resources, and could even detect patterns or phenomena that a human researcher would not think to look for. Science will no longer have breaks, because there will be teams that never stop working.

In applied research, the change will be even more visible in everyday life. Drug discovery, for example, could go from taking years to being resolved in weeks, combining generative models that propose molecules with robots that synthesize and test them tirelessly. The same will happen with the development of new materials, industrial enzymes, or biotechnology for food, energy, and the environment. Even personalized medicine will be enhanced, because AI will be able to design unique treatments for each patient based on their genetics and molecular profile, and robotics will be responsible for producing them immediately.
If current trends continue, by 2030 we will see more and more scientific robots publishing papers in prestigious journals. By 2040, there will be global networks of fully automated laboratories, and by 2050 it would not be surprising to see systems capable of creating and testing their own scientific theories, contributing discoveries that change our understanding of the world. Human researchers will continue to be important, but increasingly as those who ask the big questions and validate the interpretation of what the machine discovers.

domingo, 3 de agosto de 2025

El punto de inflexión demográfico del siglo XXI.

           ¿Cuándo ocurrirá la paridad demográfica humano-robot humanoide?

Durante siglos, la humanidad fue la única especie inteligente que poblaba el planeta con capacidad de transformar su entorno de forma consciente. Pero en las últimas décadas, el desarrollo de la inteligencia artificial y la robótica ha introducido un nuevo actor en escena: el robot humanoide. Estos no solo imitan nuestra forma física, sino que, con creciente eficacia, replican y superan habilidades cognitivas humanas en ciertas tareas.

Actualmente, la población humana mundial ronda los 8 mil millones, mientras que la de robots humanoides es apenas una fracción de esa cifra. Sin embargo, hay una clara tendencia: la natalidad humana disminuye en muchos países y el envejecimiento de la población se acelera, mientras que la creación de robots humanoides se duplica o triplica cada pocos años, impulsada por la automatización de industrias, los servicios de asistencia y la expansión de tecnologías como la IA generativa y los sistemas de lenguaje avanzados.


Si proyectamos ambas tendencias, la de la población humana en descenso y la de robots humanoides en ascenso, podría esperarse un punto de cruce durante la segunda mitad del siglo XXI. Aunque depende de variables políticas, éticas, económicas y tecnológicas, algunos futuristas especulan que ese equilibrio podría alcanzarse alrededor del año 2080

Ese será, quizás, el "punto de inflexión demográfico del siglo": un momento simbólico en el que el número de entidades con forma y función humana fabricadas por humanos igualará al número de humanos biológicos sobre la Tierra.

lunes, 28 de julio de 2025

Del sueldo al subsidio: el trabajo humano frente a la IA

Durante siglos, la relación entre humanos y tecnología estuvo marcada por una promesa: las máquinas nos harían la vida más fácil, pero no reemplazarían nuestra capacidad de crear, decidir o imaginar. Sin embargo, en los últimos años, el desarrollo vertiginoso de la inteligencia artificial está alterando radicalmente ese pacto tácito. Cada vez más empresas, desde bancos hasta laboratorios, desde medios de comunicación hasta plataformas educativas, reemplazan personal humano por algoritmos capaces de realizar tareas con mayor velocidad, precisión y, sobre todo, menor costo. Esto plantea una pregunta inquietante, casi existencial: si las empresas necesitan menos personas para funcionar, ¿de qué van a vivir esas personas? ¿Qué lugar queda para el trabajo humano cuando ya no se lo considera eficiente, necesario o incluso rentable? Lejos de ser un problema del futuro, esta transformación ya está en marcha, y su velocidad supera nuestra capacidad para adaptarnos.
Este artículo busca pensar en voz alta, sin alarmismos pero con honestidad, sobre el porvenir del trabajo, la renta básica universal como posibilidad real, el rol de los Estados en una economía cada vez más automatizada, y el nuevo valor que podrían adquirir las tareas humanas que no pueden (o no deberían) ser reemplazadas por máquinas. Porque en el fondo, se trata no solo de cómo ganaremos dinero, sino de cómo encontraremos sentido.


¿Qué opciones se están discutiendo a nivel mundial?
A medida que la automatización y la inteligencia artificial reemplazan millones de empleos, gobiernos, economistas y organizaciones sociales se ven obligados a repensar las bases mismas del sistema económico. El trabajo, históricamente, ha sido la forma por excelencia de generar ingresos, construir identidad y acceder a derechos sociales. Pero si el trabajo desaparece o se transforma radicalmente, ¿cómo garantizamos la subsistencia, la dignidad y la participación de todos? Algunas de las ideas más debatidas a nivel global son las siguientes:
-Renta Básica Universal (RBU)La propuesta más discutida, y también la más polémica, es la Renta Básica Universal, una suma de dinero garantizada por el Estado a todas las personas, sin importar si trabajan o no, sin evaluaciones, sin requisitos. Sus defensores argumentan que, ante la creciente exclusión del mercado laboral, garantizar un ingreso mínimo y estable permitiría a las personas vivir sin el estrés de la supervivencia, dedicar tiempo al cuidado, al arte, al aprendizaje, al voluntariado o a trabajos que hoy el mercado no valora. Experimentos ya se han realizado en Finlandia, Canadá, España, Kenia y otras regiones, con resultados variados pero prometedores: mejoras en la salud mental, aumento del bienestar, incluso un leve crecimiento del empleo informal voluntario. Sin embargo, los detractores advierten sobre su alto costo fiscal y sobre la posibilidad de fomentar la "ociosidad" estructural. ¿Puede una sociedad sostenerse si trabajar deja de ser una obligación?
-Impuestos a los robots: que la máquina pague lo que quita. Otra idea que gana terreno es la de aplicar impuestos a los robots o, más ampliamente, a las empresas que sustituyen personal por sistemas automatizados. La lógica es simple: si una empresa deja de pagar sueldos porque reemplaza humanos con máquinas, debe contribuir con una porción mayor de sus ganancias al sistema que sostiene a esos ciudadanos desplazados.
Las propuestas como la renta básica universal, los impuestos a los robots o la redefinición del trabajo no son solo respuestas técnicas a un problema económico; son intentos de imaginar otra forma de vivir en un mundo donde el trabajo, tal como lo conocimos, está dejando de ser el eje organizador de nuestras vidas. Quizás el desafío no sea simplemente encontrar nuevas formas de repartir el ingreso, sino atrevernos a cuestionar los supuestos que nos sostienen: ¿Por qué asumimos que valemos según lo que producimos? ¿Por qué el tiempo libre aún es visto con sospecha? ¿Y qué pasaría si una sociedad pudiera vivir menos preocupada por la eficiencia y más enfocada en el bienestar, la creatividad, la empatía y el cuidado?
Tal vez la inteligencia artificial no solo venga a reemplazarnos en las fábricas o las oficinas, sino también a empujarnos a preguntarnos algo más profundo: si ya no es necesario trabajar para sobrevivir, ¿qué vamos hacer con nuestro tiempo en este planeta?

domingo, 22 de junio de 2025

El secreto electromagnético de la consciencia.

Durante décadas, la neurociencia ha considerado a las neuronas (diminutas células que disparan impulsos eléctricos) como las únicas protagonistas en la compleja trama de la mente. La percepción, la memoria, la cognición e incluso la consciencia han sido interpretadas como el resultado de complejos patrones de activación sináptica, también conocidos como el “código neuronal”. Sin embargo, una nueva línea de investigación, aún emergente pero creciente, sugiere que lo esencial podría estar pasando desapercibido: la consciencia podría no estar contenida en los picos eléctricos de las neuronas, sino en los campos electromagnéticos que estos generan a su alrededor. 

Uno de los principales exponentes de esta visión es Tamlyn Hunt, investigador de la Universidad de California en Santa Bárbara, quien lleva años explorando la posibilidad de que los efectos electromagnéticos (efecto efáptico: comunicación entre células nerviosas sin una conexión sináptica directa) desempeñen un papel más determinante que las propias sinapsis en la actividad mental. Estos efectos surgen de los campos eléctricos variables generados por las neuronas activas y pueden influir en la excitabilidad de otras neuronas vecinas, incluso sin contacto directo. En otras palabras, las neuronas podrían estar "hablando" entre sí a través del aire, en una suerte de comunicación invisible y no lineal. Este tipo de interacción, denominada acoplamiento efáptico, abre una puerta radicalmente nueva a la comprensión del cerebro. Lo notable es que estas influencias efápticas no son simples residuos eléctricos, sino fuerzas activas que podrían estar organizando y coordinando la actividad mental a gran velocidad. 


El legendario neurocientífico Walter Freeman ya anticipaba este giro conceptual en 2006, al sostener que las velocidades observadas en procesos cognitivos no podían explicarse únicamente mediante el modelo sináptico. La nueva evidencia sobre campos efápticos parece darle la razón póstumamente. Estamos así ante un posible cambio de paradigma. Si los campos eléctricos del cerebro son, en realidad, el soporte último de la consciencia, entonces debemos reformular la manera en que entendemos el pensamiento, la percepción y la subjetividad. Este cambio no solo tendría implicancias científicas, sino filosóficas, éticas y tecnológicas. La consciencia, esa presencia escurridiza que nos permite saber que existimos, podría no residir exclusivamente en las conexiones sinápticas, sino en una danza sutil e invisible de campos que se mueven entre neuronas, como susurros eléctricos que viajan más allá del contacto. Si la consciencia no reside en un punto fijo del cerebro, sino que emerge de campos eléctricos efímeros, entonces quizá debamos repensar no solo lo que somos, sino cómo somos. Ya no bastaría con imaginar a la mente como un engranaje biológico ni como un procesador mecánico de estímulos. 

La antigua distinción entre cuerpo y alma podría reencontrarse, no en lo sobrenatural, sino en lo invisible de lo físico: un campo eléctrico, una resonancia, una sutil sincronía. Si nuestros pensamientos viajan más allá de la sinapsis, si nuestras emociones resuenan en campos efápticos, ¿no seremos entonces, en parte, un fenómeno del espacio que nos habita tanto como del cuerpo que nos contiene?

Bibliografía
Tamlyn Hunt. Consciousness Might Hide in Our Brain’s Electric Fields. Scientific American. 08/11/24.

viernes, 2 de mayo de 2025

La inteligencia en artificios inventa, la artificial ejecuta.

La denominada Inteligencia en Artificios (IA*) puede ser conceptualizada como una manifestación de la inteligencia humana aplicada al diseño, construcción y resolución creativa de problemas en entornos complejos y variables. Su naturaleza es heurística, experiencial y situada. Surge de la interacción con el entorno, integrando elementos como la intuición, la sensibilidad estética, la ética contextual y la capacidad de improvisación frente a lo inédito. No responde exclusivamente a modelos formales ni a datos previos, sino que opera a través de asociaciones flexibles, interpretaciones subjetivas y toma de decisiones con base en un conocimiento tácito.
En contraste, la Inteligencia Artificial (IA) se basa en arquitecturas computacionales que replican, mediante algoritmos, determinados aspectos del razonamiento lógico, la clasificación de patrones y la toma de decisiones automatizada. Sus operaciones se fundamentan en modelos estadísticos, aprendizaje automático y procesamiento masivo de datos. Aunque puede generar resultados que simulan creatividad, su capacidad se circunscribe a estructuras previamente entrenadas; carece de intencionalidad, conciencia emocional o comprensión contextual genuina.
Esta distinción permite establecer que IA* e IA representan formas de procesamiento cognitivo heterogéneas. La IA* se caracteriza por ser creativa, contextual, empática y no determinista. La IA, por su parte, se define por su precisión computacional, velocidad de procesamiento, escalabilidad y repetibilidad. La primera puede operar sin grandes volúmenes de datos, basándose en inferencias cualitativas; la segunda requiere datasets extensos y bien estructurados para alcanzar niveles óptimos de desempeño.
Desde un enfoque epistemológico y funcional, no se trata de inteligencias excluyentes, sino de dominios complementarios. La IA es eficaz en tareas que exigen alto rendimiento lógico-formal, detección de patrones, optimización y automatización de procesos. La IA*, en cambio, puede aportar juicio ético, diseño estratégico, sentido cultural y creatividad disruptiva.
En este marco, la articulación sinérgica entre IA* e IA podría constituir un paradigma emergente en el desarrollo tecnológico contemporáneo. La inteligencia artificial como herramienta de ejecución, análisis y predicción; y la inteligencia humana en artificios como instancia de invención, interpretación y orientación ética. Esta relación plantea, además, desafíos epistemológicos y ontológicos relevantes sobre la naturaleza de la inteligencia, el papel del sujeto creador y los límites de la simulación computacional frente a la experiencia vivida.

Bibliografía.

D’Andrea Alberto L. (2023). Neoeducación GPT. Espacios de Educación Superior. https://www.espaciosdeeducacionsuperior.es/08/11/2023/neoeducacion-gpt/
Gardner, H. (2010). Mentes creativas. Ediciones Paidós.
Mayer-Schönberger, V., & Cukier, K. (2013). Big Data: La revolución de los datos masivos. Turner Publicaciones.
Morin, E. (2000). La mente bien ordenada: repensar la reforma, reformar el pensamiento. Editorial Seix Barral.
Resnick, M. (2018). Lifelong Kindergarten: Cultivating Creativity through Projects, Passion, Peers, and Play. The MIT Press.